jueves, 9 de junio de 2011

la matanza

El seat 132 supermiriafiori negociaba las últimas curvas en una lastimosa ascensión, cubierto por una gruesa capa de escarcha que la tenue lluvia no llegaba a deshacer. El parabrisas chirriaba en cada vaivén, arrastrándose con dificultad sobre la capa de hielo. Los cristales empañados delataban la diferencia de temperatura entre el exterior y el habitáculo que, por tener las ventanas cerradas, aparecía cubierto por una espesa niebla de Ducados y LM light. Debían ser las siete de la mañana, la radio rompía con noticias ajenas el silencio espeso; Manresa, se fumaba el enésimo cigarro del viaje, María lo acompañaba con su penúltimo LM. En los asientos de atrás, Urbano y Nora se mantenían encogidos, en duermevela y un poco mareados por la combinación del humo con las curvas. Delante, los padres también compartían el silencio.

El coche se desvió a la izquierda y comenzó un descenso pronunciado, ahora no sufría tanto el motor, sino los frenos, aguantando todo el peso del vehículo, que descendía a unos 15 kilómetros por hora sobre el agrietado asfalto cubierto de hielo. Las copas de vetustos castaños encurvados cubrían la carretera dándole a la travesía el aspecto de un túnel oscuro; a la derecha una pared de piedra sostenía el bosque, y a la izquierda de la estrecha vía un imponente precipicio aparecía amenazante. De repente, hubo un sobresalto.

-¿habéis visto? Un zorro.
-¿era un zorro? Me pareció un perro
-No, era un zorro, tienen un cuerpo diferente, son menudos y el rabo es muy característico, tenéis que estar más atentos.

Urbano observó hacia su izquierda: veía las enormes viñas en la ladera del valle, cada vez más altas a medida que iban descendiendo, se apreciaba perfectamente la división entre unas y otras, su cuadriculada organización le recordaba un tejido a rayas con diferentes matices de verdes y marrones.

El coche al fin llegó al final del descenso, cruzó la plaza de la aldea, rodeada de casas de piedra, desierta, y salió por el otro extremo, por un camino estrecho en el que no cabían dos coches. Aparcó lo más pegado posible a un muro, enfrente de la casa. Benito Manresa hizo sonar la bocina y los perros ladraron con intensidad. Mientras salían del coche, la puerta de la entrada se abrió con un lastimoso quejido. Una señora de unos 75 años, vestida de negro, con un delantal gris y botas de goma salió a su encuentro. Llevaba una pañoleta que más bien parecía un trapo enrrollado en la cabeza.

-¡Hola abuela! Gritaron casi al unísono Urbano y Nora.
-¡Hola! Vamos para dentro, que tengo el fuego encendido, venga, os preparo el desayuno.

Subieron las escaleras mientras dos pequeños perros ladraban y saltaban a su alrrededor, con tanta excitación que uno de ellos casi hizo caer a Nora. La casa comprendía un espacio enorme, en la parte baja había un patio y, al fondo, en una oscuridad total, estaba la bodega donde se guardaban las cubas de vino. Subiendo unas escaleras entraron el el segundo piso: el techo alcanzaba los cuatro metros, y alrrededor de un gran patio central cubierto por euralita se disponían las habitaciones, la cocina y el comedor. En el patio la humedad era tan intensa que el frío se acentuaba aún más, el suelo estaba cubierto de una película de agua sucia. Sin embargo, se dirigieron a un cuarto oscuro con suelo y techo de madera. Allí estaba la lareira, una gran losa de piedra sobre la que ardía un fuego acogedor, con una enorme olla colgada unos centímetros sobre las llamas. Pendiendo del techo, ristras de chorizos ya casi curadas por el humo y el calor.

«Cuidado Urbano, cámbiate de ropa que los chorizos aún están goteando, después no hay quien quite esas manchas, -decía Manresa al mismo tiempo que dos gotas rojizas caían sobre su cazadora de cuero- «¿ves lo que te digo?»

Se sentaron alrrededor del fuego, allí se estaba muy bien, si no fuese por el humo que irritaba los ojos. La abuela entró con dos enormes cuencos llenos de leche con colacao y una bandeja con pedazos de bizcocho.

-¿Sabe a qué hora ven o matarife? –le preguntó Manresa a su madre
-As oito e cuarto, despois vai a Fonteantiga, as dez ten que estar todo acabado xa.
-Pois non temos muito tempo señora, hai que andar lixeiros
-Pois eh, logo veñen a Anxela e o Antonio, a Concha e o Xose Manuel están na Veiga cos coellos.

* * *


Los perros volvieron a ladrar con todas sus fuerzas, con el ruido, los cuatro salieron del cuarto, Nora se estremeció con el frío, «ponte esta chaqueta» – dijo María. Urbano, que bajó las escaleras corriendo, llegó a vislumbrar la llegada de una motocicleta anacrónica de la que descendió un hombre de rostro embrutecido, de unos setenta años. Nada más entrar, la abuela le ofreció alguna cosa. Él dijo que no quería nada, pero ella apareció unos minutos después con una bandeja en la que traía una botella de aguardiente, otra de licor café y unos pedazos de bizcocho.

El hombre esperó a que le sirvieran y se tomó dos chupitos de aguardiente como para espantar el calor. Su rostro era serio. Manresa se esforzaba por ser amable, y Urbano pudo advertir que su padre sentía por el extraño personaje una mezcla de entrañable cariño y admiración, mientras que a él le provocaba más bien repulsa y miedo. Observó sus manos detenidamente, eran oscuras y estaban llenas de callos, endurecidas a fuerza de trabajar.

-«Entón imos, hoxe teño que matar dez porcos, despois vou a Fonteantiga e mais tarde a Maside», en su rostro se dibujaba una mueca de desagrado.

Urbano se observó a sí mismo, se veía interesante con el mono rojo de su tío mecánico, aunque llevaba tres jerseys, le quedaba bastante grande. Su padre también tenía un aspecto curioso, con unos patalones de pana que tendrían por lo menos unos cuarenta años y un jersey que en algún tiempo sirvió para vestir, pero que ahora servía al único objetivo de abrigar y ser ensuciado por todo tipo de fluidos y sustancias. En el momento de salir aparecieron Xose y Concha: «ainda ben, xa pensei que tiñamos que agarrar os porcos só eu e o Urbano», «oi, non tomades nada antes de sair» -dijo Xose, al tiempo que se servía un chupito de aguardiente, «xa tomamos, agora imos que o Xoan ten moita cousa que facer».

Urbano sentía el frío penetrando en su cuerpo, los pies entumecidos. Las botas de goma resbalaban con facilidad, y en un par de ocasiones tuvo que agarrarse a su padre, quien no tardó en recriminarle: «¡espabila, no sé cómo vas a agarrar al cerdo así, si te caes sólo! Ya sabes que este año te toca cogerlo por el rabo». Aun no habían recorrido ni cien metros cuando escucharon unos gritos estremecedores. «esto es malo, ya han empezado, cuando lleguemos, los cerdos ya van a estar alerta». «¿Por qué?» -preguntó Urbano «porque saben que algo está pasando, están escuchando como mueren otros cerdos y eso les pone sobre aviso». En la distancia se escuchaban gritos estremecedores, en la aldea, que yacía en un valle rodeado de montañas, se respiraba un ambiente extraño.

Por el camino se encontraron con Pepe, un anciano igualmente vestido con ropas anacrónicas, que venía en dirección opuesta a ellos. «¿Cómo vai Pepe? ¿Xa mataron?» «Matamos, mais un dos porcos saltou da cuadra e non había quen o collese, tivemos que matalo coa escopeta, e iso e ruin para a carne». «¿Escapou?». «Sí, fomos todos atrás del, estaba coma tolo». El matarife esbozó un rictus, como quejándose de la falta de profesionalidad, sin detenerse, se despidieron y siguieron su camino.

* * *

Manresa se agachó frente al portal de hierro, levantó una teja que estaba en el suelo y recogió una llave oxidada con la que abrió el portalón, al oír ruidos, los cerdos comenzaron a moverse inquietos. Los tres hombres y el niño se dirigieron al corral. Se trataba de un recinto de unos diez metros cuadrados rodeado de un pequeño tabique de ladrillo de unos cuarenta centímetros de altura. El suelo estaba cubierto con paja seca y el olor era insoportable para un niño de doce años acostumbrado a la ciudad. En uno de los laterales del recinto había una puerta de madera que a Urbano le pareció que tendría unos cincuenta años. Se sentaron a esperar por el resto.

En cinco o diez minutos apareció el resto de la familia, el otro tío de Urbano y Nora, Antonio, y sus dos tías, Concha y Ángela. Traían unos cubos de plástico y un gran cucharón de madera. Con ellos venían sus hijos: un niño pequeño y dos niñas de unos trece años que, cerrando a sus espaldas una puerta de metal, subieron unas escaleras laterales y se sentaron para observar el proceso. En esos momentos, Urbano se dio cuenta de que la cosa iba en serio, ya no podría huir.

El matarife dio la señal, apagó el puro que estaba fumando, extrajo de su maletín de cuero un utensilio extraño y dejó al descubierto un enorme cuchillo. El utensilio consistía en un mango de madera al que estaba unido un cable de metal de unos treinta centímetros. En el otro extremo el cable tenía un nudo corredizo que, al tirar del instrumento, debería cerrarse con fuerza atrapando el hocico alargado y rosa del puerco. Él fue el primero en dirigirse a la puerta del corral. «deixádeme entrár só a min, cando vos avise, entrades todos, e tende preparado o banco». Se dirigió lentamente a la puerta, la abrió y entró algo de luz en la cuadra, Urbano pudo sentir la fría humedad del interior.

El habitáculo erá aún más pequeño que el recinto exterior y estaba tan oscuro que no acertaba a ver a los animales. No era cuadrado, sino rectangular, bastante alargado, lo que le daba el aspecto de una caverna de piedra. Podía sentir el miedo de los dos cerdos que se movían inquietos y temerosos. El matarife entró con su escuálido instrumento, pisando las heces de los animales, Urbano escuchaba sus palabras tranquilizadoras: «quiro, quiro, ta tranquilo», se movía muy despacio, para no espantarlos, con movimientos precisos, mientras, a sus espaldas, esperaban en tensión los tres hombres y, un poco más atrás, Urbano, temblaba.

Al primer intento el cable se soltó del hocico, con lo que aumentó la tensión y el miedo de los animales, pero después de unos minutos, no hizo falta que el matarife diese la señal, porque los gritos infernales que emitía el animal, sobrecogedores, anunciaban el esperado momento de abordarlo. El matarife tiraba del cable con todas sus fuerzas, el cerdo se resistía, pero sólo podía mover sus patas, la boca estaba inmovilizada. Los tres hombres entraron e intentaron inutilmente inmovilizarlo, así que con grandes esfuerzos lo arrastraron hacia fuera del corral haciéndolo pasar por la estrecha puerta hacia el recinto exterior. Entonces Urbano pudo verlo. Se trataba de un ejemplar de unos doscientos quilos, todo rosado y con pelos dorados que brillaban a la luz del día, un animal sano cebado a lo largo de un año con maíz, verduras y las sobras de las comidas.

Ya estaba preparado el vetusto banco de madera. El cerdo gritaba resistiéndose con todas sus fuerzas, entonces Manresa, dirigiéndose a Urbano, le dijo: «¡agarrale el rabo! ¡vamos! ¡con fuerza! ¡y cuidado con las patadas!». Sobrecogido por el miedo, el niño obedeció. Xose cruzó las patas delanteras del animal y tiró con fuerza levantándolo sobre el banco, en las traseras, Antonio y Manresa hicieron lo mismo. El cerdo ya estaba recostado sobre el banco, ahora el matarife necesitaba maniobrar, así que fue necesaria la ayuda de otra persona. Concha agarró el cable con fuerza manteniendo la cabeza del cerdo estirada, el matarife pidió su cuchillo, se situó adecuadamente y con precisión se lo clavó introduciendo sus veinte centímetros para alcanzar el corazón, una vez dentro, realizó un giro de noventa grados y lo extrajo.

Los gritos del cerdo cambiaron su timbre agudo por un sonido estertor, el aire ya no iba de los pulmones a la garganta y no salía por la boca, sino que era liberado en forma de vaho, a borbotones, directamente con la sangre que manaba del agujero en el pecho del animal agonizante. Ángela se acercó con el cubo y el cucharón de madera para no desperdiciar la sagre, y cuando, en un movimiento brusco del animal, se le cayó el cucharon, utilizó el propio brazo hasta la altura del codo para remover la sangre evitando que se coagulase.

El cerdo todavía daba frenéticas patadas que los hombres apenas si podían contener, fueron momentos angustiosos, hasta que finalmente relajó el esfinter, soltando algunas heces, y orinó sobre Manresa. El matarife tenía todo el rostro salpicado de sangre. Urbano pensaba con angustia que el próximo cerdo sería más difícil de matar, pues ya estaba sobre aviso, había escuchado los gritos desgarradores de su compañero de cuadra, había visto a los hombres sacarlo por la fuerza, olía el hedor de la muerte y gritaba asustado.

* * *

Ahora los dos cerdos yacían fuera de las cuadras, en el camino, tendidos sobre una cama de paja seca. Los niños fueron depositando paja encima de los cuerpos. Cuando estuvieron totalmente cubiertos, Manresa se acercó y les prendió fuego. Ardieron durante unos veinte minutos, y todos se aproximaron a la hoguera agradeciendo el calor en una mañana tan fría. Cuando la paja se consumió, con unas escobas sacudieron toda la ceniza y, recogiendo del suelo algunas piedras, frotaron con fuerza la piel de los animales, que desprendían un olor a chamusquina. La abuela entonces introdujo unos ajos en los hocicos y les fue arrancando una a una las pezuñas.

Entre Manresa, Xose, Antonio y Urbano transportaron los pesados cuerpos de vuelta a la casa, empujando con gran esfuerzo las carretillas de tres ruedas. Cuando llegaron a la casa, dejaron los animales cerca de la bodega y Xose trajo unas cervezas, una botella de vino y unas gaseosas. Manresa dijo: «¿quieres un vaso de vino con gaseosa? te lo has ganado». Urbano se sintió mayor por unos instantes, había soportado la tensión de la matanza, observando impasible la sangre que brotaba y lo ensuciaba todo, había aguantado los gritos como si no le afectasen, y no apartó la vista cuando el matarife clavó el cuchillo y los gritos sonaban como un fuelle lleno de agua. Ahora saboreaba el vino con gaseosa entre aquellos hombres curtidos y se sentía uno más, con manchones de sangre resecándose en las manos, con un cansancio más que físico, emocional, relajado al saber que, finalmente, los animales no emitirían ni un suspiro más, ni se revolverían agitando las patas con furor, ni sentirián ya dolor alguno.

* * *

El matarife cogió otro de sus cuchillos, se trataba de un pequeño cuchillo de unos diez centímetros, con el filo muy estrecho de tanto ser afilado, y con una delicadeza inusitada para aquellas manos aguerridas, practicó una incisión a lo largo de todo el vientre del cerdo. Rompió un palo y colocó ambas mitades manteniendo abierto el cuerpo del animal. Del interior salió un vaho de olor indesriptible, que fue en aumento cuando introdujo sus manos y extrajo todas las vísceras del cuerpo introduciéndolas en un cubo de gran tamaño.

Las mujeres y las niñas se dirigieron al río con las visceras, y allí limpiaron una a una las tripas. Urbano respiró aliviado, aquel trabajo era mucho peor que el que le había tocado a él. Mientras, los hombres colgaban del techo de la bodega al cerdo ya destripado, con la ayuda de una cuerda y una antigua polea, para que el matarife continuase con su disección anatómica con más facilidad. La sangre que le quedaba al animal seguía goteando.

* * *

Las mujeres estaban alrrededor de una mesa, tres generaciones con sus respectivas culturas generacionales, unidas por las vísceras de los cerdos, introduciendo la carne picada y salpimentada en las tripas, apretándola y atando las ristras de chorizos con cordel fino. La abuela explicaba el procedimiento con sabiduría ancestral, recelosamente mantenida a lo largo del tiempo, desde que ella misma, siendo una niña, ayudó a su abuela y a su madre por primera vez. El mal olor ya se había disipado, el río se había llevado las heces y otros humores desagradables. Las siete mujeres elaboraban con paciencia aquellas extrañas trenzas de carne picada con los intestinos, trenzas que pasarían a curarse en la lareira durante todo el año.

Manresa aprovechó la confección de los chorizos para dar una clase de anatomía: sosteniendo con mucho esfuerzo los enormes pulmones del animal, se llevó a la boca la farínge y sopló con fuerza varias veces, hasta que los pulmones se llenaron de aire y aumentaron aún más su volumen. Urbano miraba a su padre, tenía la boca llena de sangre, una imagen que nunca se borraría de su mente. Manresa continuaba su explicación de las partes de los pulmones deteniéndose en los alveolos, como si estuviese en sus aulas de ciencias de la naturaleza en el colegio donde era profesor, y el niño atendía con una mezcla de horror y admiración.

Acto seguido, la abuela, que había dejado el cocido hirviendo en la cocina de leña, viendo la explicación de su hijo, quiso sumarse a la clase y, tomando la vejiga del animal, procedió también a llenarla de aire con la ayuda de un bolígrafo bic al que le había extraído la mina. Cuando ya la había inflado, extrajo la carcasa del bolígrafo y efectuó un nudo con la misma cuerda de atar los chorizos y se la pasó a Urbano diciendo: «Aquí tienes un balón para jugar al fútbol». Él no daba crédito a lo que estaba viendo, pensó que mejor no se lo contaría a sus amigos. Sin embargo, agarró la vejiga y se dispuso a comprobar su resistencia a patadas.




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A obra La matanza de Iván Alejandro Ulloa Bustinza foi licenciada com uma Licença Creative Commons - Atribuição - Uso Não Comercial - Obras Derivadas Proibidas 3.0 Não Adaptada.

sábado, 31 de julio de 2010

i

lo primero, los olores
el calor, la humedad,
la cantidad de gente,
la alegría seminal